martes, 21 de mayo de 2013

Sabiduría divina (primera parte)




Cuando las facultades intelectuales se convirtieron en un obstáculo para algunas creencias, se hace necesario emplear una política de desprestigio hacia ellas. De ésta política se derivan una variedad de ideas religiosas que desempeñan un papel relevante en la valoración negativa del conocimiento. A continuación algunas de ellas: 

A) Existe un Ser que posee todo el conocimiento posible, es decir, existe un Ser que tiene conocimiento sobre la verdad. 

B) El hombre por sí solo es  incapaz de diferenciar lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo. 

C) Al ser incapaz de reconocer la verdad por su propia cuenta, el hombre necesita a Dios para que se la comunique. Y entonces surge la noción de revelación divina.

D) La manera más efectiva que encontró ese Dios para comunicar la verdad a los hombres fue por medio de los profetas, ellos transmitirían esa verdad. Lo que significaría que sólo unos pocos gozarían del privilegio de escuchar directamente la voz de Dios. La gran mayoría de mortales deberíamos conformarnos con lo que supuestamente escuchaban los profetas.


El hombre convencido de su incapacidad para acceder a la verdad, no tendría más opción que someterse a las afirmaciones del profeta. Ya no podría creer en sus facultades intelectuales, la desconfianza y el desprecio por sí mismo ya habían hecho efecto gracias al mensaje divino.

Así las cosas, se crea la falsa oposición entre conocimiento humano y conocimiento divino, haciendo lugar a la valoración en términos positivos de todo aquello que proviene de una supuesta fuente divina y una valoración negativa de todo aquello que proviene de fuentes humanas.

La sabiduría que es producto del esfuerzo humano es sinónimo de sabiduría pecaminosa, vana y despreciable. Por el contrario la sabiduría profética, que es producto de la supuesta iluminación divina  es lo inobjetable, lo infalible y lo que por obligación todos debemos creer.


La valoración de la sabiduría divina como algo superior a la sabiduría humana establece una relación de inferioridad entre el resto de simples mortales con aquel santo intermediario de Dios.

La superioridad otorgada a la sabiduría divina genera desprecio por las facultades intelectuales humanas, lo que le da al profeta el “privilegio” que tanto anhelaba: el de no tener que aportar buenas razones y evidencias para sustentar sus afirmaciones. Con el solo hecho de que el profeta  agregara al final o al inicio de su discurso “esto dice el Señor”, milagrosamente su discurso quedaría exento de revisión crítica.

Cualquier objeción al sacerdote sería vista como la palabra de un hombre contra la palabra de Dios. Pero en realidad, es la palabra de un hombre contra la de otro hombre. La superioridad que supuestamente le otorgan a Dios se la están dando de hecho a hombres comunes y corrientes. Y lo que es más grave, a hombres que hacen afirmaciones que carecen de buenas razones y evidencias.